Como de costumbre, todo empieza con unas cuantas semillas.
Flores silvestres: una mezcla de amapolas de California, lupinos y asteráceas locales. Las sembré hace cinco años, en noviembre. En febrero del año siguiente empezaron a germinar, y para abril la cama de flores parecía una bellísima pintura al óleo, con pinceladas anaranjadas, amarillas y púrpuras que se mecían con la brisa primaveral. Con el paso de las estaciones ha ido floreciendo, marchitándose, autocultivándose de nuevo, desaparecido y resurgido, y sus colores y dimensiones han ido cambiando, según la oferta anual de sol y lluvia que les da la bienvenida a abejas embriagadas por el néctar fermentado, lagartijas, aves migratorias y mariposas. Hace unos años, de hecho, las flores abandonaron el jardín trasero y, siguiendo el sol, asomaron la cabeza en la barrera de concreto frente a mi casa.
No muy lejos de donde vivo, las lluvias primaverales pronto empezarán a despertar los campos anaranjados de amapolas californianas silvestres que cubren el Antelope Valley. Pero las comunidades locales ya declararon que les prohibirán la entrada a los visitantes, pues las redes sociales se han encargado de popularizar el peregrinaje anual a esta región que alguna vez fue bucólica. En los últimos años, a medida que Instagram se ha llenado de selfies florales, también las carreteras rurales que llevan a los campos de flores se han atiborrado de autos y de los desechos que dejan a su paso los turistas desconsiderados. Las comunidades rurales cercanas sufren por la falta de infraestructura para lidiar con las caóticas hordas que se sienten en Disneylandia, pero no son las únicas; las flores también padecen el daño irreparable a su delicado hábitat causado por influencers que se filman haciendo “ángeles de nieve” en medio de la inflorescencia.
Aquí observamos la diferencia entre crecimiento y escalabilidad: por un lado, tenemos la explosión estacional de flores indomables; por el otro, el impulso algorítmico de esas mismas flores que se presentan como mercancía, como una imagen sumamente reproducible que genera visitas tanto a perfiles de redes sociales como a la Ruta Estatal 14 de California. Tanto en el Antelope Valley como en el jardín de mi casa, las flores silvestres se adaptan a la estación y trazan un mapa del sol en el terreno. Van y vienen. En internet, por su parte, las amapolas aparecen fuera de contexto y sólo son un anaranjado mar monetizable. La ubicuidad monolítica de esa imagen de los campos de amapolas californianas crea un fuerte contraste con lo efímera que es la amapola misma, la cual se marchita tan pronto la arrancan.
En escala de sol
“La escalabilidad no es una característica ordinaria de la naturaleza”, afirma la antropóloga Anna Lowenhaupt Tsing en su obra La seta del fin del mundo, un mapa etnográfico de la relación entre los hongos matsutake y los humanos que los recolectan, consumen y estudian. Al igual que las amapolas, los matsutake son mercancías sumamente valiosas que se resisten al cultivo y sólo prosperan en las ruinas de la industria maderera —es decir, en los bosques norteamericanos diezmados—. Su producción no es escalable, como casi cualquier otra cosa en el mundo natural, pues no crecen en soledad. Al igual que las amapolas, que son parte de un hábitat de pastizales mucho más grande —un mosaico floral de castillejas, lupinos, Lasthenia californica, Platystemon californicus y coreopsis—, los hongos que Tsing estudia prosperan gracias a su relación mutualista con los árboles del bosque y obtienen nutrientes de la tierra a cambio de carbohidratos. Estos encuentros son una especie de catalizador de la diversidad, y gracias a ellos el crecimiento se vuelve un proceso de enmarañamiento y transformación mutua. Como observa Tsing en su obra, ninguna entidad viva se expande sin cambiar de alguna manera.
No obstante, lo que en el mundo corporativo se conoce como “escalabilidad” es precisamente la capacidad de expandirse sin cambio, como un fractal… o como la franquicia de un restaurante de comida rápida. Un negocio escalable es fácil de reproducir, pues sus mecanismos internos mantienen su eficiencia y rentabilidad sin importar el contexto: por ejemplo, en cualquier parte de Estados Unidos, las hamburguesas de McDonald’s saben igual y se preparan con la misma rapidez. La apertura de nuevas franquicias no le añade complejidad alguna a una organización de esa índole; sólo hacen más grande un sistema reproducible y económicamente eficiente. Tsing señala que, en nombre del progreso, a esa expansión le llamamos “crecimiento”, como si estuviéramos hablando de algo vivo. Pero no es así; en todo caso, está emparentado con la muerte que ha provocado que la vida y sus elementos no escalables —como las amapolas, los hongos y las bacterias testarudas— parezcan impedimentos, bloqueos que machacan y machacan la expansión hasta detenerla. La extraordinaria física y educadora canadiense Ursula Franklin hace un señalamiento similar en su libro, The Real World of Technology, en el que contrasta los “modelos de crecimiento” —sistemas en donde las cosas se desarrollan de forma natural hasta alcanzar un tamaño y escala apropiados— con los “modelos de producción” —sistemas en donde las cosas se producen siguiendo parámetros controlados y predecibles—. La distinción clave, en palabras de Franklin, es que “el crecimiento simplemente ocurre; no es algo creado”.
El hecho de que la escalabilidad no sea algo natural no implica que sea imposible imponérsela al mundo natural. De hecho, Tsing señala que las plantaciones de caña de azúcar europeas son “paradigmas más tempranos e influyentes” de la escalabilidad; al arrasar tierras locales e importar plantas clonadas y población africana esclavizada, los poderes coloniales escindieron todas las relaciones sociales y ecológicas del proceso de plantación de la caña de azúcar. Todos los elementos de la plantación fueron alienados y, por ende, se volvieron intercambiables, de modo que el sistema completo pudiera reproducirse con facilidad y maximizar las ganancias. Este modelo de trabajo alienado para producir mercancías sin contexto influyó en la industrialización temprana, y desde entonces las grandes empresas han procurado reconstruir nuestro otrora diverso planeta a su imagen y semejanza, y han arrasado con los bosques para convertirlos en tierras de engorda para ganado y fábricas. Este tipo de sistemas “elimina la diversidad significativa”, afirma Tsing; “es decir, aquella diversidad que podría cambiar las cosas”. Pero hasta la línea de producción más eficiente y aparentemente reproducible existe dentro de una realidad social y ecológica. De hecho, para que un emprendimiento pueda ser genuinamente escalable, es necesario deslindarse de las responsabilidades asociadas a factores externos como los desechos, la salud física y mental de los empleados, o el agotamiento de recursos no renovables, así como extirparle al contexto todas las partes que lo componen.
Es inevitable que la producción masiva acabe con los recursos en poco tiempo. En palabras de Tsing, “el escalamiento se extiende… pero aun así se le abandona de forma constante, y en su lugar sólo quedan ruinas”, como la leña diezmada que yace en donde los hongos matsutake prosperan. El escalamiento es una ilusión que se considera esencial para mantener nuestra economía política contemporánea; de hecho, los inversionistas buscan oportunidades de negocios con “espacio para crecer”, como si el único límite fuera el cielo. Hasta los productos de procesos fundamentalmente no escalables, como las flores silvestres o los hongos matsutake recolectados, con el tiempo se clasifican, pesan, escrutan y venden en el mercado mundial como objetos o imágenes con valor. A lo largo de ese proceso, se les reduce a unidades anónimas, indistinguibles de decoraciones navideñas producidas en masa o de pencas de plátanos verdísimos… meros fantasmas en la cadena de suministros. La máquina los devora a todos, tal y como nos devorará a los demás… si se lo permitimos.
La tecnología ha hecho que nos acostumbremos a la experiencia antinatural del escalamiento. Reducimos y ampliamos las imágenes en la pantalla del celular, y agrandamos y disminuimos todo lo que tocamos, pues nos seduce la sensación de omnisciencia divina sobre la vastedad del mundo. Mientras un reciente río de lluvia se cernía sobre el sur de California —gracias al cual los campos de flores silvestres serán extraordinarios este año—, pasé una tarde refugiada bajo techo, escuchando en YouTube ponencias impartidas en 2022 como parte de un congreso académico sobre escalamiento. Prácticamente todas las personas participantes, sin importar su especialización, mencionaron Google Earth de una u otra manera, pues se trata de una tecnología cuya capacidad de acercamiento planetario instantáneo y en tiempo real ha codificado irrevocablemente la forma en que concebimos el escalamiento. Es tentador acercar la mira planetaria de Google Earth hasta su más mínima expresión pixélica y creernos lo que nos da a entender ese viaje: que el mundo real cabe en nuestro bolsillo, bajo nuestros propios términos.
Conforme nos acercamos, nos mantenemos del mismo tamaño: siempre somos gigantes que miran desde arriba nuestro territorio menguante. A estos cambios, Anna Lowenhaupt Tsing los llama “escalas de precisión anidadas”, una visión computacionalmente antropocéntrica de la realidad apuntalada por pixeles, unidades que deben “mantenerse uniformes, separadas y autónomas”. Los pixeles meramente generan la ilusión de fusionarse entre sí para crear una imagen coherente cuando los vemos desde lejos. Pero, a pesar de que en biología (y en biología sintética) se suele hablar de “los bloques que construyen la vida”, la realidad no funciona de esa manera. La vida no es como en Minecraft ni se construye con protoplasma pixeleado; es más bien un proceso de interrelaciones dinámicas y transformadoras cuya porosidad se extiende hasta el más mínimo átomo.
De la raíz hacia arriba
La razón por la cual vi ese congreso sobre escalamiento en YouTube fue porque quería escuchar la ponencia de la nanotecnóloga italiana Laura Tripaldi, autora del cautivador libro, Parallel Minds, el cual gira en torno a la inteligencia de los materiales. En su ponencia, Tripaldi explica que los límites distinguibles entre las superficies simple y sencillamente no existen. Si los observáramos bajo un microscopio que nos permitiera ver hasta el nivel de las interacciones químicas, el lugar de encuentro de dos materiales nunca sería una línea divisoria, sino “un espacio material en donde las propiedades de ambos cuerpos se mezclan entre sí”. Según Tripaldi, la nanotecnología no habla de superficies sino de interfaces, que son aquellos lugares de encuentro. En estas interfaces, los materiales se unen y reorganizan en estados de la materia nuevos e híbridos. En realidad, no es un fenómeno inusual; todo se mezcla. Durante nuestras interacciones con el mundo material, quizá sólo tocamos la superficie de las cosas, pero se trata de una “superficie dinámica, tridimensional, capaz de penetrar tanto el objeto que tenemos enfrente como nuestro propio cuerpo”.1 La ciencia de los materiales, al igual que la biología, nos enseña que nada existe en aislamiento y que las cosas —tanto vivas como “inertes”— se la pasan negociando entre sí de forma activa y constante. El escalamiento, en cambio, ignora estas negociaciones; en tanto que es un proceso que presupone que sus elementos individuales son discretos, uniformes, no porosos e intercambiables, es ajeno tanto a la realidad biológica como a la material. Al igual que la amalgama entre expansión y crecimiento, el escalamiento es un constructo social y económico.
En Parallel Minds, Tripaldi señala que, a nanoescala, la materia es “pegajosa”. Cualquier objeto que se use para manipular directamente los átomos está hecho también de átomos, y dichos átomos son escurridizos, están cargados de energía cinética y son animados por interacciones electroestáticas. Eso explica por qué, a diferencia de la creencia popular de que la nanotecnología se encarga de ensamblar robots microscópicos y nanotenazas, la mayoría de las personas que trabajan en nanotecnología prefieren permitir que la materia se acomode a sí misma. En los sistemas vivos y químicos, los átomos, las moléculas y las partículas acostumbran organizarse desde adentro hasta formar estructuras complejas. A partir de un amasijo de ingredientes químicos, las células se dividen, las plantas crecen y los cristales surgen con una simetría perfecta. Entender y aprovechar este tipo de autoarmado ascendente se ha convertido en la búsqueda central de la nanotecnología moderna, lo que representa una visión de la tecnología, la ciencia y hasta la producción industrial que emula los procesos naturales de crecimiento en lugar de desplazarlos.
Y la nanotecnología no es la única que piensa así. Biólogos iconoclastas, como Michael Levin, de la Universidad de Tufts, también están fascinados con los procesos por medio de los cuales se configuran los seres vivos; es decir, la morfogénesis que transforma la materia en sistemas vivos y complejos que son capaces de autorrepararse, adaptarse y hasta pensar. Esta visión también la comparten científicos computacionales rebeldes que confeccionan sistemas “computacionales poco convencionales” a partir de moho mucilaginoso y micelios fúngicos; robotistas que trabajan con materiales blandos, sensibles y hasta vivos; especialistas en vida artificial que buscan emular comportamientos evolutivos y emergentes in silico; y “farmacultores” o pharmers moleculares que se encargan de producir componentes farmacéuticos e industriales útiles en plantas como el maíz, el arroz y la cebada. El mundo viviente simplemente hace las cosas bien, y con frecuencia es más sencillo servirse de las propiedades útiles de los sistemas naturales que empezar desde cero.
La vida no es jerárquica y elude ejercer un tipo de control escalonado. Por su parte, la escalabilidad depende de jerarquías, del aislamiento de elementos a los que se les ha despojado de su historia y su contexto, y se basa en la suposición de que la naturaleza es poco más que materia prima a ser procesada y mercantilizada hasta que se agote. Claro que esto no es sostenible a ninguna escala. ¿Cuál es la alternativa, entonces? ¿Podemos redefinir la “escalabilidad” como un proceso igual de denso, complejo y generativo como los del mundo viviente? Y, más puntualmente, ¿podría la biología sintética crecer, en lugar de escalar, y así beneficiar a las comunidades y los ecosistemas en los que tiene impacto sin provocar el daño y la ruina causada por sus predecesores industriales?
La biología sintética sigue siendo una ciencia joven, y su capacidad para construir vida se limita en gran medida a la célula misma. Sin embargo, a medida que esa capacidad se vaya escalando al organismo y quizá, con el tiempo, al ecosistema, le vendría bien modelarse a imagen del ejemplo que da el mundo viviente. La naturaleza tiene una postura colaborativa hacia la supervivencia; en la industria, el enfoque en el producto y su singularidad como cualidad principal tiende a impedir la contaminación cruzada y potencialmente fructífera de ideas. Además, como han demostrado los avances recientes en la aplicación de aprendizaje automatizado a problemas biológicos peliagudos —como la estructura de las proteínas—, la ventana de oportunidad para la vida es casi inconmensurablemente vasta. En biología sintética, el avance no necesariamente tiene que ser cuestión de producir a escala, sino de inquirir a escala, de cambiar el volumen al cual conversamos con el mundo viviente antes de decidir qué vamos a ensamblar, en lugar de minarlo, magullarlo o matarlo. Esta estrategia ascendente promete desplazar los modelos de producción extractivos y alienadores que han causado tanto daño; por ejemplo, no habría necesidad de que existieran granjas industriales si lográramos que los microbios sintetizaran nuestras hamburguesas. Sin embargo, como he afirmado previamente en esta misma revista, los microbios también son personas y, si no nos acercamos a ellos con cautela, conscientes de nuestra propia imbricación con ellos, no haremos más que reproducir esos mismos procesos extractivos, pero en miniatura.En su libro The Cosmic Zoom, el teórico mediático Zachary Horton define la escala como “un terreno ético que vincula a los individuos, grupos y territorios en entornos de interdependencia y responsabilidad interconectados entre sí”. Aunque con frecuencia sintamos que vivimos al borde del abismo por culpa de lo inconcebiblemente grande —el cambio climático, los macrodatos— o de lo infinitamente diminuto —virus letales, partículas tóxicas—, la escala no es lineal. Soy un tumulto de células y bacterias; soy una mota de polvo en el cosmos; mido 1.75 m y camino por el sendero hacia un resplandeciente campo de amapolas anaranjadas… todo al mismo tiempo. Para concebir la escala como un terreno ético, siguiendo la sugerencia de Horton, es necesario ser conscientes de estas realidades anidadas y simultáneas; pero también debemos serlo, sobre todo, de su dependencia mutua. Cuando intervenimos en la semilla, intervenimos en la pradera e intervenimos en el mundo. Así que cultivemos la tierra con prudencia y sigamos el sol.
1Laura Tripaldi, Parallel Minds: Discovering the Intelligence of Materials, MIT Press, 3.